jueves, 17 de junio de 2010

Quid pro quo

Creo que definitivamente lo mío no es el cuento, pero igual les pongo la carnada para que se abalancen sobre el cuerpo del delito, mi chivo expiatorio.
Les dejo mi primer cuento en este espacio bajo la consigna de que justamente (y citando a Kurt Cobain) I'm worse at what I do best, y es por eso que no publico todo lo que escribo, ni tampoco escribo todo lo que publico, esto último lo hago para compensar un poco mis deficiencias teóricas.

Nota: comentar no hace daño.

Quid pro quo.

No había querido creerlo, desde niño nunca quise creerlo… aún cuando todo indicaba que aquello era cierto, nunca me convencí cabalmente… hasta hoy.

Me llamo Manuel, tengo 27 años y estoy felizmente muerto.

Desde niño, supe que la risa era algo vedado para mí, algo que no podía hacer sin sufrir – o hacer sufrir a otros – las consecuencias; como digo, lo supe, pero no había querido creerlo.

Cuando tenía 6 años, mi madre me regaló una estampilla que yo había querido conseguir vehementemente, recuerdo el día porque justamente era el día de mi aniversario. De manera que al darme cuenta de que el regalo que tanto había anhelado se encontraba entre mis manos no pude hacer otra cosa sino dibujar una gran sonrisa en mi infantil rostro. En seguida, Caruso, el can de la casa, fue arrollado por un auto que pasaba; el último alarido que Caruso pudo prorrumpir sucedió cuando me acerqué a ver su estado, como intentando culparme de algún modo por su mala fortuna. Desde ese día tuve miedo de volver a reír, pues presentía que por cada risa mía, alguien cercano a mi podría pagar la factura… o tal vez yo mismo.

Sucedió que a los 14 años, luego de evitar reír a consecuencia de la muerte de Caruso durante todos esos años, mientras intentaba dominar los secretos con que los adultos logran una afeitada implacable, recordé el tímido sentimiento del primer amor que por primera vez se asomaba en mí, de modo que mecánicamente, mi boca debió esbozar una leve sonrisa, tarde fue cuando pude darme cuenta de la situación ¿la razón? una hemorragia torrencial que no recuerdo haberme hecho nunca (puesto que en ningún momento pasé el rastrillo por aquella parte de mi cuello) me privó de la conciencia y desde luego de casi 2 litros de sangre.

Siempre fui bastante sensible al sufrimiento ajeno, así que cada mañana al ver los noticiarios, no podía dejar de sentirme culpable por los infortunios sucedidos en todo el mundo, como si mis horas de sueño hubieran permitido la fuga inconsciente de mis risas, provocando catástrofes a un nivel exponencial.

Por mucho tiempo tuve que ensayar frente al espejo cómo dominar aquel impulso, si bien ya sospechaba que mi risa era causante de desgracias seguía queriendo abrigar la esperanza de que tal vez, finalmente, todo era resultado de fatales coincidencias. Alguna temporada intenté persuadirme de que mi risa nada tenía que ver con los infortunados sucesos que tenían lugar a mi alrededor, para ello reía brevemente y a escondidas, tratando de probar que mis sospechas eran infundadas. Sin embargo, casi ipso facto, llegaban a mí las noticias de alguna desgracia acontecida a algún amigo o pariente, por lo cual, decidí no volver a reír jamás, definitivamente…

No fue sino hasta hace un par de minutos, (o quizá horas, días, meses, años, siglos, milenios, no lo sé, no tengo forma de saberlo) que alguien junto a mí me preguntó si sabía la diferencia entre un rábano y un desempleado; por el tono de su pregunta supe que se trataba de un chiste, un simple ejercicio de rutina al que después de tantos años de no reír estaba completamente acostumbrado. La reacción habitual frente a este tipo de situaciones era agachar el rostro, fingir demencia y ofrecer una disculpa por ser incapaz de entender aquellas bromas, sin embargo, la respuesta a tan singular pregunta – no lo sé, respondí – me hizo despertar abruptamente en este sitio del que apenas logro distinguir mi cuerpo en medio de tanta claridad, y escuchar voces lejanas, como si fueran ecos, que intermitentemente puedo comprender. Una de ellas repite mi nombre y dice que parezco demasiado feliz para estar muerto, que esas sonrisas macabras sólo se ven en alguien que desde hace mucho tiempo habría pensado gratamente en su propia muerte.

No hay comentarios: