Nombrar, asignar una palabra para cada cosa
es quizá la tarea más antigua que el hombre ha tenido desde siempre…
buscando concentrar en un número finito de letras
la multiplicidad interminable de los objetos.
Antes de poder hablar, el hombre tiene ya palabras que le son propias
un nombre y apellidos que lo acompañarán hasta la muerte.
Sin embargo existen otras palabras que le son adjudicables provisionalmente:
en un momento de la vida, el hombre es niño
después joven, señor…un lejano recuerdo.
Entre los paréntesis de la vida, al nombre de las personas se adhieren como sanguijuelas
algunas otras palabras que la edad y los méritos van determinando:
‘licenciado, arquitecto, eminente doctor, Don Manuel, Don Nadie’
Es curioso que Fido sea siempre Fido,
ya sea cachorro, ya un perro viejo y cansado,
mientras que nosotros nunca permanecemos idénticos a nosotros mismos.
El devenir afecta también a la palabra que nos pertenece
al sonido con el que inmediatamente nos identificamos ante el mundo…
Las palabras que anteceden al nombre
son síntomas de una lenta pero efectiva descomposición,
la putrefacción de los sonidos con los que somos nombrados
no son más que la sombra que constantemente arrojan el tiempo y la muerte sobre nosotros.
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