domingo, 26 de diciembre de 2010

Ti voglio bene...

 
Siempre me ha agradado la forma en que los italianos demuestran verbalmente el afecto que sienten por alguien cuando dicen ‘ti voglio bene’. Literalmente este enunciado significa ‘te quiero bien’ aunque no entiendo por qué cotidianamente se insiste en traducir esta frase como ‘te quiero mucho’ pues, como intentaré demostrarlo, son dos cosas esencialmente diferentes.
Para comenzar sería prudente preguntarnos qué cosa se nos indica con ‘querer bien’; pienso en primer lugar, que lo anterior sugiere la existencia de una forma de querer adecuada, de querer de la forma correcta; esto implica además lo contrario, es decir que existe un querer defectuoso, mas cabe aquí hacer una precisión. Podría pensarse que la forma opuesta al ’querer bien’ es un ‘querer mal’ sin embargo no es así porque esto indicaría otra cosa que generalmente se podría entender como detestar, aborrecer… El querer, entendido desde su dimensión volitiva, se demuestra en el deseo por algo, no por las malas intenciones que se tengan hacia ese algo (querer mal). En cambio me parece que sí se podría hablar de un ‘malquerer’ en la medida en que se trata de un querer inadecuado, erróneo.
Querer mucho no significa querer bien, del mismo modo en que el exceso de agua, lejos de revitalizar a la planta, la ahoga, la mata: por una abundancia que no puede resistir aún cuando aquella sea de vital importancia para la subsistencia de la planta. De igual manera, el querer mucho puede ser abrumador para quien es querido de esta forma, ‘inundar’ de atenciones al ser querido puede ser satisfactorio en determinado momento pero una vez absorbido lo necesario, se tiene una abundancia incómoda. Llegado este punto es difícil establecer una diferencia justa entre ‘querer mucho’ y hostigar. Esto último es un síntoma del malquerer.
Considero que no sería demasiado relevante escribir sobre el querer poco, pues las consecuencias de esto son de sobra conocidas, de modo que no puede triunfar el amor donde no hay constancia ni entrega.
Si Erich Fromm en su libro el arte de amar propone que, en efecto, el amor es un arte, y que en tanto arte se puede aprender y se puede desarrollar una técnica para amar, veríamos reforzada nuestra tesis de que el querer bien invita a una adecuada forma de ejercitarse a sí mismo en tanto que la técnica proporcionaría las bases para diferenciar un querer bien de un malquerer. Tomemos por caso un ejemplo musical: sería fácil detectar en un conservatorio de música un violín desafinado si entre 10 músicos 9 son profesionales y 1 no; los desfases, el nerviosismo, el desconcierto del principiante lo volverían inmediatamente notorio, su técnica deficiente lo delataría. Por el contrario, los 9 violinistas restantes estarían en condiciones de mostrar sus dotes artísticas ejecutando a la perfección lo aprendido en todos sus años de práctica.
Hasta aquí me parece que se me podrían objetar dos cosas. La primera es referente a la desambigüación entre los conceptos de amor y cariño, en razón de que al parecer los he utilizado indistintamente en el párrafo anterior, y la segunda cuestión concierne a la rigidez que implicaría aceptar la propuesta de Fromm, esto es, a concebir el amor como un arte que es aprendido, regido por ciertos cánones y por ello mismo, rígido. Sobre la primera objeción respondería que ciertamente el amor y el cariño son dos cosas diferentes, sin embargo ambas cosas se implican. El cariño es un modo de ser del amor (así como el ser para Aristóteles se dice de múltiples formas, también el amor se desenvuelve en distintas maneras) el cariño se vuelve entonces requisito y condición para acceder a un nivel más elevado: al amor. Sin amor no hay cariño y sin cariño no hay amor, no hay más.
Sobre el segundo punto, debo conceder cierta rigidez, pero sólo en parte… Creo que ciertamente, cuando se concibe al amor como algo que necesita de una técnica puede entenderse que la libertad y la espontaneidad quedan anuladas, no obstante –y volviendo al ejemplo de los músicos- creo que la misma rigidez donde uno puede ser constante y que muchos conocemos como ‘rutina’ - que yo preferiría llamar ‘hábito’- paradójicamente, presenta la posibilidad de ejercer libremente una originalidad incondicionada del querer bien. Es increíble que los músicos con una cantidad limitada de cuerdas, de teclas o de percusiones sigan creando verdaderas obras de arte, tan diferentes las unas de las otras que tal suceso no pueda menos que sorprendernos. A propósito de los músicos y el amor, Julio Cortázar escribía hacia el final del capítulo 20 de Rayuela: “Hacíamos el amor como dos músicos que se juntan para hacer sonatas…” En el querer bien también tenemos limitantes que nos condicionan, pero en ese condicionar y esa ‘libertad restringida’ nos queda el suficiente espacio para innovar, para ser originales, eso sí, haciéndolo de una manera correcta, queriendo bien. En el arte y la técnica del querer bien siempre queda espacio para el ‘toque personal‘para ese toque que musicalmente hablando, permite distinguir entre una canción de Paul McCartney y otra de Jimmy Hendrix… ambos músicos, ambos rock stars y pese a ello, cada uno tiene su propio estilo.
No es aquí el lugar, ni tampoco mi intención escribir un tratado completo y detallado de las características que ha de tener este querer bien del que tanto he hablado, pero considero que una manifestación indispensable de este tipo de querer es la transparencia. ¿Por qué? porque el que quiere bien, quiere adecuadamente, si se quiere adecuadamente es porque se sabe lo que se quiere, y si se sabe lo que se quiere… se quiere lo que se sabe. Cuando uno tiene claro lo que se quiere, no hay nada que esconder, pues lo transparente no esconde… muestra, y lo hace bien, sinceramente.
En suma, tendríamos que reflexionar un poco más antes de decirle a alguien ‘te quiero mucho’ pues es mejor ‘querer bien’.

viernes, 24 de diciembre de 2010

La retórica mexicana

A huevo

Siempre me causaba gracia (una gracia un tanto malévola para ser sincero) la cara de extrañeza e incomodidad que algunos compañeros extranjeros mostraban cuando nosotros, los connacionales mexicanos nos dábamos a la ardua tarea del albur, y tanto más embarazoso resultaba cuando ellos eran nuestras inocentes víctimas, cual blancas zacatecanas palomas. Como ya se sabe, la retórica fue de gran importancia para la educación de los griegos, entendida aquella como el arte de articular y construir discursos. El alumno formado en la retórica era capaz de construir discursos, pero al mismo tiempo de defender su postura y atacar las ajenas. Alguna vez, confines explicativos, definí a nuestro diálogo alburero como una especie de ‘retórica mexicana’, pues en esencia me parece que cumple si no las mismas, por lo menos metas muy similares a la retórica griega.

El tema, como se sabe, ya se ha abordado hasta el cansancio, desde Octavio Paz hasta Monsiváis, desde especialistas en lingüística hasta Polo Polo, y sin embargo, comparar nuestra peculiar forma de discurso con la retórica griega me resulta ocioso e inevitable.

La educación en el albur comienza desde bien temprana edad, desde que somos chamacos; hago notar que tal educación no es nada fácil, pues en el transcurso, servimos constantemente como chivos expiatorios de aquellos que nos instruyen, cayendo una y otra vez en las complicadas redes del albur.

A los ojos de alguien que no esté familiarizado con el contexto mexicano, el discurso alburero parece un discurso inconexo, sin sentido, algo completamente jalado de los pelos. Arranco con el análisis de un caso típico.

- ¿Quieres un vaso de leche?

- De hecho sí

- ¡una hermana!

- la pelona

- Siéntate, ya estás cansado

- En tu lomo

- ¿Te domo? serás bestia

- Te digo que ya es tarde

- Viejo el cerro y todavía reverdece…

Este es solamente un ejemplo burdo y básico del ejercicio alburero que sin embargo daría para muchas hojas de análisis y discusión, pero para esquematizar lo más posible el caso, sólo quisiera resumir la envergadura del ejemplo en unas cuantas palabras: atención y respuesta inmediata.

Se necesitan ambas cosas para dominar el arte del albur. A diferencia de los griegos, para quienes el vencedor era aquel que públicamente derrotaba a su contrincante en el discurso, y que por ello mismo gozaba del reconocimiento pleno y público de la concurrencia, para los mexicanos, la mayor señal de la victoria es aquella que se da en el silencio, en el sutil asentimiento de la violación verbal que se expresa en el albur; en efecto, poco puede regocijarse quien lanza la frase malévola y es entendida por todos, pues estos saben repeler fácilmente el veneno del discurso malintencionado, en cambio, cuando la misma frase malévola es entendida por unos pocos (o por nadie), estos mismos se vuelven cómplices, testigos y avales de tales expresiones ambiguas, el efecto se maximiza y por lo tanto, el sabor del éxito es aún mucho mayor. Del otro lado ciertamente no hay mayor ofensa que percibir el insulto una vez que ha pasado el tiempo, cuando ya no se está en posibilidad de responder a la provocación, ya sea con palabras o con golpes en el peor de los casos.

Para concluir con esta breve (i)rreflexión, nuestra retórica mexicana es también un ejercicio mental, de vida o muerte, o mejor aún, de chingar o ser chingado. No hay una causa específica por la cual se infiltra el albur en el discurso, la mayoría de las veces es por puro regodeo, y aún cuando el albur se da en la mayoría de los casos por puro afán recreativo, muchas personas prefieren ignorarlo y hacerse de la vista gorda. Los dejo pues con las anteriores consideraciones sobre el tema esperando poder ahondar todavía más en el meollo, pues todavía me da la impresión de dejar de lado temas importantes…

domingo, 12 de diciembre de 2010

071210

“Todo está cumplido”

Juan 19:30

De acuerdo con la RAE la palabra “cumplir” tiene 11 acepciones, mismas que a continuación señalo (en cursivas las palabras que convienen ser retenidas):

1. tr. Ejecutar, llevar a efecto. Cumplir un deber, una orden, un encargo, un deseo, una promesa.

2. tr. Remediar a alguien y proveerle de lo que le falta.

3. tr. Llegar a tener la edad que se indica o un número cabal de años o meses. Hoy cumple Juan catorce años.

4. intr. Dicho de una persona: Hacer aquello que debe o a lo que está obligado. Cumplir con Dios, con un amigo. Cumplió como debía.

5. intr. Dicho de una persona: Terminar en la milicia el tiempo de servicio a que está obligada.

6. intr. Ser el tiempo o día en que termina una obligación, empeño o plazo. U. t. c. prnl.

7. intr. Convenir, importar.

8. intr. Satisfacer la obligación de cortesía que se tiene para con alguien. Cumplir con los invitados.

9. intr. Hacer una expresión o cumplido en nombre de alguien. Cumpla usted POR mí.

10. intr. ant. Bastar, ser suficiente.

11. prnl. Verificarse, realizarse.

La pregunta sería a continuación ¿basta con cumplir años o es necesario cumplir-se uno mismo en los años? Ahora explico esto.

Normalmente, cuando uno felicita a alguien que cumple años, solamente se limita a decir: muchas felicidades, feliz cumpleaños! pero habría que meditar un poco más sobre el asunto. El cumplir años alude a un ‘ciclo completo’ de 365 días, cada vez que eso pasa se dice que uno cumple un año más. Felicitar a alguien por esto desde mi punto de vista, no tiene ningún sentido, puesto que el hecho de que el tiempo simplemente pase en un lapso de 365 días no tiene ningún mérito, nada de especial. Eso no quiere decir que no existan los suficientes motivos como para felicitar a alguien, y no obstante uno no se puede volver necesariamente más sabio, más inteligente, más prudente, etc. en suma, mejor persona en el transcurso de este periodo. Cuando el tiempo solamente se limita a pasar sobre las personas es señal de que los años se van cumpliendo en nosotros; dejan su huella y testimonio en nuestro exterior, lenta, pero efectivamente. En cambio, cuando somos nosotros los que dejamos huella en ellos, cuando podemos decir que ese lapso de tiempo ha valido la pena, entonces, somos nosotros quienes nos hemos cumplido en ellos, en los años. Cumplir con algo implica dos partes, la que cumple y a la que se cumple; cumplir años es un cumplimiento circular porque el que cumple y para quien se cumple es para uno mismo… se cumple con un proyecto, con un pacto íntimo y personal de ser suficiente para sí mismo, de realización interior y de llevar a buen término aquel proyecto a través de lo que hace falta. Cumplir-se en los años, es ante todo un necesario bienestar consigo mismo, es mirar hacia atrás y sopesar la vida presente con lo que hemos logrado en el pasado y lo que tenemos previsto hacia el futuro; hasta ese momento en que dejemos de cumplirnos en los años para cumplir con la vida. Por eso ahora, sugiero que felicitemos a nuestros seres queridos no esperando que los años se cumplan en ellos, sino que sean ellos quienes sepan cumplirse en los años.